miércoles, 19 de agosto de 2009

Textos de mi abuela Silvina Avalle





ROSITA

Una tarde en que el sol, caminando al horizonte, apenas doraba las puntas del trigal, trajeron a casa una vaca preñada, de pelo overo rosado, que llamaban “Rosa” y que a pocos días parió una ternera de su mismo pelo, a la que llamamos “Rosita”. Se crió fuerte y sana, era un hermoso animal a imagen de su madre. A su tiempo tuvo una cría hembra del mismo pelaje y la llamamos “Rosilla”; así que teníamos a Rosa, Rosita y a Rosilla; después tuvieron dos crías más: hembras pero de pelo colorado; los terneros los vendíamos. Eran muy buenas lecheras y llegaron a quererse tanto como si fueran de la familia. Rosita jugaba con nosotros, a su manera por cierto, y daba la impresión que disfrutaba y nosotros también. Nos poníamos delante de ella con los brazos hacia delante, entonces Rosita bajaba la cabeza mostrándonos los cuernos, e inclinádola hacia ambos lados y con un pequeño movimiento con las paletas como si fuera a avanzar; entonces nosotros salíamos corriendo a los gritos como si tuviéramos miedo. Supongo que ella se reiría de nosotros, así terminaba el juego.

Hoy en esta tarde sin sol, ni trigal, con un oculto horizonte por altas casas de una ciudad asfaltada, de veredas sin pasto, ni vacas, con automóviles veloces por sus calles, vienen en bandadas de recuerdos aquellas imágenes de nuestra juventud. Y allí está Rosita, aquella vaquita querida. Está enferma de aftosa sufriendo el ardor de su boca llena de llagas, con una fiebre que la mantiene echada sin voluntad de levantarse.

Éramos a la sazón tres mujeres solas y no sabíamos cómo curarla, por lo cual pedimos ayuda a quienes sí sabían. Nos dijeron que debíamos romperle las llagas con sal gruesa. Tomé coraje y arrodillada a su frente, con un puñado de sal gruesa, me dispuse a curarla y, ¡lo increíble! abrió su boca para que yo le rompiera las llagas que le dolían, mientras dos lagrimones, como esos globitos que forma la lluvia cuando es copiosa, resbalaron dolidos y silenciosos por su carota querida, y en el espejo de sus grandes ojos vi los míos imitándolos.

A pesar de tanto dolor, no mejoró. Para animarla me puse delante e hice como cuando jugábamos y su amor y valentía me impresionó al verla mover muy despacito a ambos lados la cabeza respondiendo al juego; me pareció que tenía una mirada sentida y tierna de despedida.

En nuestra desesperación fuimos en sulky nuevamente al Pueblo Nuevo a ver qué otra cosa se podía hacer para curarla, y cuando volvimos encontramos a nuestra madrina esperándonos en la puerta. Llorando nos dijo: “Rosita murió”, y en un apretado abrazo lloramos las tres.





MAMÁ

¿Qué fue lo que vivimos:
Un continuo desencuentro
Un abrazo, un frío acercamiento?
La misma sangre, el mismo aliento
Éramos tú y yo;
Los demás y el destino
Se empeñaron en separaros.
Siempre había algo
Que nos impedía el regreso,
Sin embargo fueron tus ojos
Heridos por las sombras
Los que nos cobijaron en el punto
Final del poema,
Mientras en mi puerta
Se ahogaba el eco de tu adiós.

SOLO

En medio del tiempo y el silencio
Escucha sonidos que no oía
Las sombras huyen en dominó desliz
Desnudo, trata de asir
La ropa de la vida
Que un viento frío le robó
Y esquivo a miradas compasivas
Como un caracol
Se recoge solitario.


SOY

¿Seré bramido de leones
Y panteras en contienda
Arrullo musitado en oídos
De la arena
Caminos borrados con mis huellas
O conductor de naves a destino?

¿Guardián de perlas y madréporas
Tejedor de marejadas laberínticas
Lágrima inútil en la cara de la luna
Y fosa del sol suicida?

Soy todo eso y más
Porqué soy el mar
Y siempre he sido.

Silvina Nélida Avalle

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